EL OBSERVADOR EN MEDICINA

Estimados colegas:

Nos pareció oportuno cerrar el año con un post sobre un escrito de Hahnemann que consideramos de gran valor. En esta ocasión, el maestro nos advierte, entre otras cosas, acerca de la importancia de ser observadores imparciales, no solo de lo que el enfermo manifiesta y nos muestra, sino también de nosotros mismos.

Nos pide que aprendamos y ejercitemos la habilidad para dejar la subjetividad de lado, ganar perspectiva e integración de lo observado, para conocer verdaderamente el cuadro de la enfermedad más allá de todo rótulo y clasificación que se haya hecho a lo largo de la historia.

A la vez nos aclara que dejar la subjetividad de lado no significa no mirar hacia adentro de nosotros mismos. Menciona la importancia de conocer los clásicos griegos, de donde surge el famoso aforismo “Conócete a ti mismo”. Partiendo del propio autoconocimiento es que puede el médico llegar a una comprensión profunda y empática del enfermo; algo que nos pedía también T.P. Paschero cuando decía:


“La subjetividad del médico pervierte su acción cuando no percibe o no quiere enfrentarse a las motivaciones inconscientes que rigen su personalidad. El médico debe ser un hombre maduro, capacitado para comprender y a la vez amar al enfermo, de quien debe ser un camarada y a quien lo unen las mismas dificultades y los mismos problemas ante las contingencias de la vida. El encuentro con el enfermo es de vital importancia para que el médico comprenda la intimidad del paciente por medio de la comprensión de la propia vida interna.”


Han pasado casi dos siglos desde que Hahnemann hizo este escrito y, si bien la ciencia médica ha progresado en las investigaciones de las enfermedades hasta explorar las ultraestructuras y nanopartículas a través de la amplificación de los recursos tecnológicos, es solo a través del estudio de la naturaleza dinámica de la enfermedad y el dinamismo de los medicamentos potentizados que podemos alcanzar una visión integradora del ser humano y proyectar una verdadera curación.

Aprovechamos para desearles un buen fin de año y un próspero año nuevo.

Dr. Eduardo Bitis – Presidente de FAMHA

Dra. Trinidad Mariano – Editora de EL SIMILLIMUM



EL OBSERVADOR EN MEDICINA


Samuel F. Hahnemann

En Medicina la observación supone aquello que los médicos corrientes no poseen de ninguna manera, es decir, la capacidad y la costumbre de captar los fenómenos que ocurren tanto en las enfermedades naturales como en los estados mórbidos provocados artificialmente en las personas sanas por los medicamentos que se están ensayando, y armarlos de manera natural para expresarlos de la forma más conveniente.

Para percibir bien lo que se presenta en los enfermos, hay que concentrar en ello todo el pensamiento, de alguna manera salir de uno mismo, y por así decirlo, vinculamos al sujeto toda la fuerza de nuestra mente; es la única manera de no dejar escapar lo que realmente existe y acoger con los sentidos bien despiertos todo lo que pueden captar.

Es necesario imponer silencio a la imaginación, abstenerse de conjeturas, evitar interpretaciones y especulaciones. El observador está allí para captar los fenómenos, para comprobar lo que sucede, su atención debe velar para que no se le escape nada y además para que las cosas que percibe se comprendan tal y como son realmente.

Esta facultad de observar con rigor no es jamás del todo innata sino que se adquiere en gran parte por el ejercicio, y se perfecciona por la educación de los sentidos, es decir por una crítica severa de lo que hemos percibido en nuestras rápidas captaciones de los objetos exteriores. La sangre fría, la calma y la rectitud en el juicio le son tan necesarias como un recelo permanente con respecto a nuestra capacidad de captar los fenómenos.

La elevada importancia de nuestra meta debe dirigir todos nuestros esfuerzos hacia la observación; hasta que nos hayamos convertido en buenos observadores necesitaremos que nuestra paciencia se ponga a prueba durante mucho tiempo y que la voluntad nos apoye con todas sus fuerzas para así mantenernos en esa dirección.

Para formar en nosotros esta facultad, necesitamos conocer a fondo los clásicos griegos y romanos que nos enseñan a pensar acertadamente, a intuir correctamente, a expresar nuestros sentimientos adecuadamente. Necesitamos también del arte del dibujo, que ejercita nuestra vista y por ende de nuestros sentidos, para captar los verdaderos rasgos de los objetos y representarlos tal como se nos ofrecen, sin que la imaginación les añada nada; así como sucede con las matemáticas que nos enseñan a ser en nuestros juicios tan severos como es necesario.

Pertrechado con tales medios, el observador médico no fallará en su objetivo, principalmente si tiene completamente presente la alta dignidad de su profesión, que le hace vicario del Todopoderoso para de alguna manera recrear de nuevo la existencia destruida por la enfermedad. Sabe que las informaciones relativas a los objetos de la incumbencia de la Medicina deben recogerse en una disposición de ánimo pura y sencilla como bajo la mirada de Dios que todo lo ve y juzga en nuestros pensamientos; y que debe redactarlas inspirado por una conciencia pura, para así comunicarlas al mundo; pues tampoco ignora que de todos los bienes de los que disfrutamos en la tierra, ninguno es más digno de estimular nuestro celo que la vida y la salud de nuestros hermanos.

La mejor ocasión para ejercer y perfeccionar nuestro talento de observador, nos la aporta la experimentación de los remedios sobre nosotros mismos. Evitando toda influencia medicamentosa extraña, toda impresión moral que pueda provocar el más mínimo trastorno, aquel que se libra a esta importante experimentación, pone toda su atención en los más pequeños cambios que tienen lugar en él, a fin de que sus sentidos estén siempre abiertos para captarlos bien y expresarlos fielmente.

Continuando con esta investigación escrupulosa de todos los cambios que le acontecen, el observador adquiere la facultad de percibir todas las sensaciones, por complicadas que sean, que el medicamento que está experimentando le hace sufrir, todas las modificaciones incluso las más delicadas, que la sustancia le provoca, y, después de hacerse una idea clara y precisa, escribirá todo lo que tiene que narrar en términos apropiados.

Sólo así es posible para el debutante llevar a cabo observaciones puras, exactas y desprovistas de todo agente perturbador, porque sabe que no se va a engañar a sí mismo, que nadie le va a contar ninguna mentira, y que es él quien siente, ve y advierte lo que pasa en su interior. Así se ejercita enseguida en la observación de los demás con no menos exactitud.

En las observaciones puras y exactas resulta evidente para nosotros que toda la sintomatología de la medicina vulgar no es más que una obra superficial y que la naturaleza está acostumbrada a aportar, por la enfermedad o por los medicamentos, muchas y diversas modificaciones en la manera de sentir y actuar del hombre, que los términos generales son absolutamente insignificantes para expresar los síntomas mórbidos a menudo muy complicados, cuando se quieren representar veraz y completamente los cambios que han tenido lugar.

Jamás se ha visto a un pintor lo bastante negligente como para dejar a un lado los rasgos específicos de una persona de la que quiere hacer un retrato, e imaginar que basta con dibujar dos agujeros redondos a modo de ojos debajo de la frente, colocar entre ellos una raya perpendicular que haga de nariz, y bajo este trozo otro, transversal, que represente a la boca. Jamás un pintor ha actuado así al trazar los rasgos de una persona; tampoco ha seguido esta técnica ningún naturalista para describir cualquier fenómeno de la naturaleza.

Tal método tan sólo ha sido adoptado por la semiología de la medicina vulgar, en su descripción de los fenómenos mórbidos. En ella tanto las infinitas sensaciones como los múltiples sufrimientos de los enfermos, están tan mal dh4 en cuanto a sus particularidades, a sus diferencias, a las complicaciones del dolor, a sus diferentes grados, a sus matices, en una palabra están tan poco expresados por las descripciones exactas y completas que todos estos fenómenos se encuentran explotados en un pequeño número de términos generales que no nos dicen nada tales como sudor, calor, fiebre, dolor de cabeza, dolor de garganta, anginas, asma, tos, dolor de pecho, dolor de costado, dolor de vientre, falta de apetito, dolor de espalda, dolor de cadera, hemorroides, disuria, dolor de las extremidades (que se denomina o gotoso o reumático), erupción cutánea, espasmos, convulsiones, etc. Los sufrimientos infinitamente variados de los enfermos, se expresan en las observaciones (a excepción en ocasiones de algún síntoma que llama la atención en tal o tal caso) con tan pobres expresiones que todas las descripciones se asemejan y parecen estar fabricadas en el mismo molde.

Para llevar a cabo tan superficialmente y con tanta negligencia el más importante de todos los actos, es decir la observación de los enfermos y de las infinitas diferencias que presentan las modificaciones que les sobrevienen, hace falta menospreciar en gran medida a los hombres y no atribuirle ningún valor a saber distinguir los estados mórbidos según sus particularidades, es decir, a escoger en cada caso especial, el remedio único apropiado para el mismo.

El médico concienzudo que busca conocer seriamente lo que las enfermedades que quiere curar tienen de especial para oponerles el remedio conveniente, procede con mucho mayor cuidado en la distinción de lo que es susceptible de impresionar sus sentidos. El lenguaje que utiliza apenas le basta para expresar con palabras adecuadas las innumerables variedades de síntomas que presenta el hombre enfermo. No deja escapar ninguna sensación, por extraña que sea, cuando se la ha proporcionado un medicamento experimentado sobre él; busca expresarlo con términos inteligibles para todo el mundo, a fin de que cuando se trate de curar, acomode a la semblanza fielmente trazada de la enfermedad el remedio que más se le asemeja al conjunto de los síntomas, y que suele ser el único apto para hacerlos desaparecer. Es cierto que tanto que el observador atento y cuidadoso puede convertirse en un verdadero médico.

Mientras que a fuerza de observaciones exactas, búsquedas asiduas y comparaciones rigurosas, no se han podido relatar los innumerables fenómenos mórbidos que parece que la naturaleza produce siempre diferentes unos de otros e infinitamente variados a males primitivos que gozan realmente de una existencia fija, es evidente que cualquier caso aislado de enfermedad, tal cuál se nos presenta, debe tratarse homeopáticamente, según el conjunto de síntomas que muestra; este método será preferible para obtener la curación a todos aquellos de los que la medicina se ha servido hasta el momento actual.

La medicina enseñada hasta ahora se imaginaba que la forma más fácil de terminar, desde el punto de vista del tratamiento, con estos fenómenos mórbidos tan variados, consistían en establecer por su propia autoridad, sobre el papel, una lista de formas de enfermedades, destinadas, según ella, a representar y abarcar todos los casos que se encuentran en el enfermo. En cuanto a los médicos, le daban por su cuenta a esta obra el nombre de «patología».

Viendo la imposibilidad de tratar con eficacia cada caso de enfermedad en particular, se creyeron en la obligación de, entre esta multitud aparentemente incalculable de fenómenos mórbidos que la naturaleza produce, escoger algunos estados donde tal síntoma aparece más a menudo aproximadamente de la misma forma y erigirlos en formas fundamentales, tras haberles asignado características generales que se encuentran bastante a menudo en las enfermedades, y darles después nombres particulares, proclamándolas enfermedades fijas y siempre semejantes a sí mismas. Al haber fabricado así formas de enfermedades, consideraron al conjunto como el de todas las enfermedades existentes, como la patología misma, a fin de poder al menos restablecer para estas formas convencionales, planes especiales de curación, a cuyo conjunto denominaron «terapéutica».

Así es como la necesidad se transformó en virtud. Pero no se pensó en los inconvenientes que podían resultar de esta andadura contra la naturaleza: no se pensó que estas creaciones arbitrarias que violentaban a la naturaleza terminaran, a través de los siglos, por considerarse como una obra simbólica no susceptible de  (1) perfeccionamiento.

Entonces el que era llamado como médico, se encontraba en la situación de tener que buscar de qué enfermedad nominal era víctima su enfermo y, al no encontrar los síntomas que la patología asigna a esta forma, debía admitir que era por pura casualidad que no se encontraba en este caso, y que bien podría haberse presentado; en cuanto a los demás trastornos que se habían presentado en el paciente, pero que no se encontraban dh4 en su tratado de patología en la definición nominal de la enfermedad, el arte le indicaba que los considerara como no esenciales, en cierta medida como accidentales, como síntomas de síntomas, exentos de interés.

Así es como haciendo añadiduras y supresiones arbitrarias al estado mórbido que realmente se presentaba ante nuestros ojos, la sutileza escolástica conseguía construir la serie de las enfermedades, tal y como están establecidas en la patología y demostrar en la cabecera de los enfermos la existencia de estas enfermedades, en las que la naturaleza jamás había pensado.

¿Qué nos importan, decían los patólogos y sus libros, la presencia de todos los síntomas que pertenecen a una enfermedad o la ausencia de alguno de ellos que puede faltar? El médico no debe detenerse ante minucias; su tacto, su  (2) clarividencia, que se sumerge en la naturaleza íntima del mal, basta para que, tras la primera mirada al enfermo, reconozca qué es lo que padece, qué forma mórbida le aqueja, qué nombre se debe dar a su enfermedad, y, con la ayuda de la terapéutica, qué recetas debe emplear contra ella.

He aquí cómo han sido creadas las formas falsas de las enfermedades que se asignan al enfermo en virtud de la patología, y que le dan al médico la facilidad de encontrar al instante, en su memoria, algunas fórmulas que la terapéutica tiene preparadas en buen número con anticipación para actuar contra estas enfermedades nominales.

¿Pero de dónde pueden provenir estas recetas contra estos nombres de enfermedades? ¿Qué revelación divina les ha proporcionado tan directamente?

En ocasiones se trata de fórmulas que provienen de un facultativo famoso que las emplea en tal enfermedad a la que había impuesto arbitrariamente tal nombre extraído de la patología, que las compuso con elegancia y de una manera acorde, si no a las experiencias reales del caso, sí al menos a los preceptos de la química y de la farmacia, reuniendo en su cabeza y según las reglas de un arte importante, al que se denomina «arte de formular», varias drogas distintas cuyos nombres conocía bien; bajo el efecto de estas fórmulas el enfermo al menos no fallecía y se restablecía poco a poco, gracias a su temperamento y a la bondad divina.

En otras ocasiones se trata de recetarios que a demanda de algún librero conocedor de lo bien que se venden éstos, emborrona en su desván cualquier escritor de medios pelos que toma como guía las propiedades que las materias médicas atribuyen de forma aventurada y falsa a cada sustancia medicamentosa.

Sin embargo, si el médico encontraba que la enfermedad de su enfermo se correspondía muy poco con alguna de las formas mórbidas de la patología de manera que no podía aplicarle un nombre determinado, era libre, según sus tratados, de atribuirle un origen alejado y oculto, a fin de dirigir el tratamiento en consecuencia con esta hipótesis. Así por ejemplo, cuando antaño el enfermo había tenido en una ocasión dolor en los riñones y en la espalda, se consideraba que padecía hemorroides, ya latentes o bien manifiestas; si presentaba el vientre tenso, heces mucosas, inapetencia alternando con voracidad, o incluso tan sólo picor nasal, se trataba de una parasitosis; si alguna vez había tenido dolores -sin importar de qué tipo- a nivel de extremidades, debía padecer una gota larvada o incompletamente desarrollada; y se trataba esta pretendida causa interna de enfermedad. Cuando se presentaban accesos de dolor en el bajo vientre, se trataba de espasmos. Si la sangre coloreaba el rostro con frecuencia, o tenía a menudo hemorragias nasales, no cabía duda de que el enfermo era pletórico. Si además tenía un carácter irritable, había que combatir la irritabilidad nerviosa. Si tosía se sospechaba un catarro oculto o incluso una disposición latente a la tisis pulmonar. Si se quejaba de vez en cuando de dolores en el lado derecho del vientre, o incluso sólo en el hombro derecho, no cabía duda de que padecía una hepatitis latente o una cirrosis oculta de hígado. Para resolver convenientemente la cura de una antigua erupción cutánea o de una úlcera en las piernas, había que suponer una acritud herpética o un trastorno escrofuloso; de la misma manera que un dolor crónico en la cara denotaba la presencia de un virus canceroso. Después de haber combatido en vano este estado mórbido interno, resultado de conjeturas, mediante los medios indicados en los libros, si el enfermo había agotado los recursos de las aguas minerales, consideradas buenas indistintamente en cualquier caso, no quedaba más remedio que someterle a los lavados de Kaempf para destruir las pretendidas obstrucciones de los capilares del bajo vientre y agobiarle con estas ridículas inyecciones hasta que implorase piedad.

Con tantas conjeturas tan fáciles de imaginar, jamás faltaban planes de tratamiento para llenar los días del enfermo de sufrimientos, pues hay abundancia de recetas para todas las enfermedades nominales; se encontraban otros nuevos mientras su bolsillo, su paciencia o la duración de su vida se lo permitieran.

¡Sin embargo, no! Aún podemos proceder de una forma más sabia e ingeniosa y buscar la causa de los males que afligen al hombre en las profundidades de las abstracciones fisiológicas, examinar si la sensibilidad, la irritabilidad o la nutrición sufren en mayor o menor medida, mientras que las infinitas diferencias cualitativas que pueden y deben ofrecernos estas tres manifestaciones de la vida no las tendremos en consideración ante el temor de aumentar en exceso los motivos y los temas de nuestras conjeturas. Tan sólo intentaremos adivinar si estas tres dimensiones de la vida se encuentran muy o demasiado poco tensas. Si desde nuestro punto de vista la primera, la segunda o la tercera se encuentran muy afectadas en mayor o menor grado, podremos maniobrar en consecuencia y con atrevimiento, a semejanza de la nueva secta filoquímica que ha considerado que el nitrógeno, el hidrógeno y el carbono son las almas de los medicamentos, es decir lo único que en ellos resulta activo y saludable; que el carbono, el hidrógeno y el nitrógeno rigen e incrementan o disminuyen a voluntad la irritabilidad, la sensibilidad y la nutrición, y por lo tanto, tienen el poder de curar todas las enfermedades. Desgraciadamente los partidarios de esta secta todavía no han podido ponerse de acuerdo entre ellos sobre si las influencias externas que actúan sobre el organismo lo hacen por analogía o por oposición.

Pero a fin de que los medicamentos poseyesen realmente estas sustancias, que hasta el momento actual y hasta donde alcanza el recuerdo no contenían, se les confirmó a todos ellos formalmente y en el silencio de la consulta, y se creó una materia médica que decretó la cantidad de hidrógeno, nitrógeno y carbono que contenía cada uno de ellos.

¿Es posible llegar más lejos en la arbitrariedad médica o jugar más audazmente con la vida de los hombres?

¿Cuánto va a durar aún este juego irresponsable contra la existencia de nuestros semejantes?

¿No ha llegado ya el momento, después de veintitrés siglos, y sobre todo hoy en día en que parece que el género humano se despierta en toda la tierra para recobrar sus derechos, no ha llegado por fin el momento de que brille el día de la liberación para la humanidad sufriente, atormentada hasta ahora no sólo por las enfermedades reales, sino también con los remedios dirigidos contra las enfermedades imaginarias, al gusto de la fantasía delirante de los médicos que se vanaglorian de la antigüedad de su arte?

¿Es necesario que aún se produzcan las decepciones fatales debidas al charlatanismo médico?

¿Deben perderse en el aire los ruegos del enfermo de ser escuchado cuando describe sus sufrimientos?

¿O por el contrario las lógicamente variadas quejas de los enfermos no expresan más que las particularidades con que la enfermedad afecta a cada uno de ellos? El lenguaje tan peculiar de la naturaleza, que se expresa en términos tan claros en los diversos trastornos que pueden afectar al enfermo, ¿qué fin tiene si no es inclinar al médico compasivo a reconocer de la forma más exacta posible el estado enfermizo, a fin de que pueda distinguir incluso los más delicados matices que le diferencian de los demás?

¿La naturaleza bienhechora que despliega todo su poder a nuestro favor, por el simple, sabio y admirable don que nos ha hecho de poder expresar las modificaciones que han tenido lugar en nuestra manera de sentir y actuar por medio de los signos y los sonidos acaso hubiera procedido sin un fin concreto, sin la intención de hacernos capaces de expresar nuestro estado de sufrimiento, y de emplear para ello el único tipo de descripción incapaz de inducir al médico a error? La enfermedad como tal no puede hablar, no sabría contárnoslo, pero el portador puede expresarlo mediante los diversos signos de su malestar y los sufrimientos que siente, mediante las quejas que le arrancan los trastornos a los que está sujeto, mediante los cambios que los sentidos le señalan. Esto es precisamente lo que la falta de sabiduría de los médicos vulgares apenas considera digno de ser tenido en cuenta; y en caso de observarlo lo considera como algo insignificante, como una minucia empírica, como una acción irracional de la naturaleza, que no sabría cómo acomodar mediante sus libros de patología. Y sustituye esto por una imagen ficticia de un estado mórbido interno que jamás ha visto, por un falso retrato del estado individual de cada caso mórbido que sustituye en su delirio al retrato fiel y veraz trazado por la naturaleza y contra el que, orgulloso de lo que denomina su tacto médico, dirige todas las armas de su materia médica.

¿Y qué armas? Dosis considerables de medicamentos, es decir, y tenemos que subrayarlo, de sustancias enérgicas que además de no resultar útiles, pueden perjudicar y realmente perjudican al enfermo, puesto que la cualidad de cualquier medicamento se debe únicamente a la facultad que posee de provocar una cierta modificación mórbida, tras haber sido puesto en contacto con el cuerpo vivo y sensible. Por tanto estas sustancias ponen a los enfermos más enfermos de lo que están, cuando no han sido escogidas con el mayor cuidado a fin de que su facultad especial se acomode bien al estado mórbido. Ahora bien, tales sustancias, perjudiciales por sí mismas, a menudo muy perjudiciales y tan sólo útiles en el caso apropiado para su uso, son desconocidas en relación a su verdadera y específica acción, se toman al azar o por indicación del conjunto de mentiras llamada materia médica, de la que se extraen como de una lotería, mezclándolas suponiendo que no se encuentre la mezcla expuesta en el formulario, para así martirizar aún más al enfermo administrándole este bárbaro brebaje de sabor y olor repugnantes. ¿Acaso lo toma por su bien? No, por Dios, sino en su detrimento. Un acto tan contrario a la naturaleza y a la razón, repetido cada hora, según indica la receta, agrava habitualmente su estado de manera visible; agravación que por desgracia atribuye en su ignorancia a la gravedad de la enfermedad. ¡Pobre enfermo! ¿Qué es lo que sustancias tan enérgicamente perjudiciales pueden realizar cuando no están convenientemente administradas y se amalgaman al capricho de la escuela médica dominante, si no es transformar en más fastidioso un estado que ya lo era por sí mismo?

¡Y se quiere continuar por este camino, desdeñando la verdad que clama en voz alta y clara, porque desde tiempo inmemorial se viene atormentando a los enfermos por su dinero!

¿Qué hombre que tenga en su corazón la menor chispa de temor de Dios, no querría abandonar semejantes errores?

En vano creemos ahogar la voz temible de la conciencia con el lamentable subterfugio de que los demás también actúan como uno, y que es costumbre proceder así desde hace siglos; en vano buscaremos aturdirnos con las chanzas del ateísmo y los vapores de las bebidas que nublan la razón; ¡el Santo y Todopoderoso vive y con él su justicia eterna e inmutable!

Como no podemos percibir lo que ocurre en el organismo del hombre vivo, como somos incapaces de conocernos tanto en el estado de salud como en el de enfermedad, mientras seamos hombres y no dioses, y como en consecuencia toda conclusión aplicada del exterior al interior es falaz, como el conocimiento de las enfermedades no puede ser en absoluto un problema de metafísica y que tampoco sabría crear a nuestra imaginación sino que es el resultado puro de la experiencia adquirida por los sentidos, puesto que la enfermedad en su calidad de fenómeno, sólo puede percibirse mediante la observación, se deduce de todo ello que para cualquier hombre imparcial no resultará difícil apercibirse de que al hacernos ver la observación atenta que todos los casos de enfermedad son diferentes en la  (3) naturaleza, no debe darse a ningún caso mórbido real ningún nombre extraído de la patología humana, y que por lo general no puede apenas existir la imagen hipotética que buscamos en una enfermedad cualquiera si no es imaginaria y contraria a la verdad.

Las enfermedades no son más que cambios sobrevenidos en la manera habitual de encontrarnos cuando estamos sanos. Como este cambio tan sólo consiste en la aparición de ciertos trastornos, de síntomas mórbidos, de modificaciones apreciables por los sentidos que difieren del estado en que se encontraba antes el sujeto, puesto que después de haber eliminado todos estos trastornos y síntomas tan sólo puede quedar la salud, el médico, para descubrir lo que debe curar en cada enfermedad, tan sólo debe considerarlas como la expresión de los cambios apreciables que presenta el enfermo.
Por consiguiente el médico leal al que su conciencia no le permite imaginar un cuadro falso del padecimiento que debe curar, o considerarlo alegremente como una de las formas ya descritas en la patología, que en una palabra se toma en serio el estudio de lo que la enfermedad actual le ofrece en particular, para así ser capaz de curar con certeza a su enfermo le observará minuciosamente empleando en ello todos sus sentidos, hará que le cuente detalladamente todos sus sufrimientos tanto él mismo como los que le cuidan, lo escribirá todo sin añadir ni suprimir nada: tendrá entonces una imagen fiel y veraz de la enfermedad, y en consecuencia un conocimiento exacto de todo lo que puede ser objeto de curación en este caso; conocerá realmente la enfermedad.

Al no ser las enfermedades más que cambios en el estado habitual de salud, la curación de las mismas será tan sólo una modificación mediante la que el estado anómalo se transforma en estado normal y de salud.

Puesto que nadie puede negar que los medicamentos son los medios capaces de curar las enfermedades, deberán tener también la capacidad de modificar el estado del hombre.

Como no puede haber ninguna modificación del estado en que se encuentra el hombre sano que no le transforme en enfermo, los medicamentos, que tienen el poder de curar, y que por tanto pueden modificar el estado del hombre, incluso del que goza de salud, debe, al actuar sobre este último, provocar ciertos trastornos, ciertos síntomas, ciertas aberraciones en el estado de salud.

Supongamos ahora, lo que tampoco refutará nadie, que al ir a curar el principal deber del médico es conocer de antemano el medicamento del que tiene fundada esperanza de que va a restablecer al enfermo con la mayor certeza posible; como la curación por medio de medicamentos se produce en virtud de un cambio que se genera en el estado del sujeto, antes de elegir una sustancia medicamentosa para administrarla, debe saber lo que es capaz de producir en el hombre, so pena de convertirse en culpable de una imprudencia imperdonable, puesto que si cualquier medicamento enérgico es capaz de enfermar al hombre sano, un medicamento escogido sin conocerlo, y que por ello no sea apropiado para el caso en cuestión, debe necesariamente enfermar aún más al sujeto de lo que lo estaba.

Los esfuerzos de cualquier hombre que se consagra a la curación de las enfermedades deben pues tender ante todo a permitirle a conocer de antemano los efectos de los medicamentos mediante los cuales puede obtener con la mayor certeza posible, la curación o la mejoría de los casos mórbidos individuales; es decir que antes de comenzar el ejercicio de la medicina debe haber estudiado perfectamente las modificaciones especiales que cada sustancia medicamentosa puede producir en el hombre a fin de ser capaz de escoger, en cada caso de enfermedad, el medicamento capaz de provocar la modificación más adecuada para llegar a la curación.

Ahora bien, no es posible que las modificaciones susceptibles de ser producidas por los medicamentos puedan conocerse de una forma más pura, certera y completa que por la acción de estas mismas sustancias sobre el hombre sano. Ni siquiera puede concebirse ningún otro camino mediante el que pudieran llegar a conocerse de una manera mínimamente clara los verdaderos cambios que pueden provocar en nosotros; pues lo que manifiestan con los reactivos químicos tan sólo pone en evidencia sus propiedades químicas, sin que se pueda deducir nada relativo al organismo vivo del hombre. Los cambios que provocan en los animales a los que se les hacen tomar tan sólo ponen de manifiesto lo que pueden determinar en estos seres, según la especial naturaleza de cada cuál, pero no conducen a ninguna conclusión en relación a lo que se debe esperar de su uso en el hombre, cuya organización difiere sobre manera de la de los animales y que no tiene su misma forma ni de sentir ni de proceder. Incluso si se administraran contra las enfermedades del hombre, en la creencia de poder conocer mejor sus efectos, los síntomas que les corresponderían exclusivamente jamás se manifestarían claramente en medio de los síntomas mórbidos ya existentes, no se dibujarían de forma nítida, por lo cual no se podrían distinguir aquellos pendientes del remedio de los que deberían atribuirse a la enfermedad. Tampoco encontramos en la materia médica ordinaria una sola palabra sobre el conocimiento de los efectos verdaderos y puros de los medicamentos, pues extrae sus fábulas sobre las virtudes de las drogas de los resultados obtenidos tras la administración de mezclas medicamentosas contra enfermedades cuyos libros se contentan incluso muy a menudo con referir los nombres que la patología ha imaginado para ellas.

Tan sólo nos queda la sencilla vía de la naturaleza para conocer con certeza, evidencia y fuerza, las virtudes de los medicamentos en el hombre, es decir los cambios que pueden provocar en nuestro estado. Debemos dar estas sustancias a personas sanas, que sean capaces de observar en sí mismas los cambios particulares que produce cada una y que anoten con cuidado los síntomas, las modificaciones del estado de ánimo y físico resultantes de su acción. En efecto, mientras dura la acción de un medicamento, si se encuentra uno libre de cualquier trastorno del estado de ánimo o de cualquier otra influencia externa nociva, todo efecto que se produzca en el sujeto sano dependerá del medicamento, puesto que en ese momento es lo único que domina toda su existencia.

Antes de emprender el más importante de todos los actos, la curación de la enfermedad, el médico debe poseer el conocimiento más profundo posible del mayor número de medicamentos. Esta condición es fundamental para no arriesgarnos a administrar sustancias que al no estar indicadas resultan tan perjudiciales y ponen la vida tan a menudo en peligro.

Tan así debe proceder el médico concienzudo en el acto más serio y más grave que puede acometer: adquiriendo el conocimiento de los efectos puros de los medicamentos y apreciando los casos individuales de enfermedades según las indicaciones tan claramente expresadas por la naturaleza. Ésta es la única vía por la que procede conforme a la naturaleza y con conciencia, incluso suponiendo que no supiera aún qué síntomas mórbidos -provocados artificialmente por medicamentos en el hombre sano- ha destinado la naturaleza a eliminar de entre los síntomas presentes en las enfermedades naturales.

Este problema tampoco puede resolverse mediante especulaciones ni razonamientos a priori, ni por creaciones de la imaginación. Tan sólo la experiencia y la observaciones pueden darnos la solución.
Ahora bien, no es una sola experiencia, sino todas las experiencias realizadas cuidadosamente, las que demuestran a quien quiera convencerse que, entre los medicamentos de los que se han experimentado los efectos puros, los únicos capaces de curar un caso dado de enfermedad con rapidez, facilidad y de una forma duradera, son los que tienen capacidad de producir por sí mismos estados de enfermedad semejantes en el hombre sano y que la curarán absolutamente siempre. Se establece en el organismo en lugar de la enfermedad natural la enfermedad medicamentosa artificial, que es un poco más fuerte y que en adelante, al ocupar ella sola el organismo, se apaga con rapidez debido a lo exigua que era la dosis, dejando al cuerpo son enfermedad, es decir homeopáticamente curado.

Por tanto si la naturaleza bienhechora no demuestra que la medicina homeopática es el único medio cierto e infalible capaz de eliminar completamente, con facilidad y de forma duradera, la totalidad de los síntomas de una enfermedad, es decir todo aquello que la constituye, si todos los tratamientos realizados de esta forma nos llevan a las curaciones más infalibles ¿quién será lo bastante insensato como para rechazar su propio beneficio y el de sus semejantes, conservando, en detrimento de los enfermos, antiguos métodos curativos indefendibles y que se deben tan sólo a la imaginación?
Sé muy bien que cuando los prejuicios están enraizados en nuestro espíritu y han adquirido por su antigüedad un cierto carácter de santidad se necesita mucho valor para sacudirse uno mismo el yugo, y que, de no haber una gran capacidad de discernimiento uno no es capaz de desembarazarse de todas las locuras que han machacado nuestra infancia impresionable como otros tantos oráculos, y cambiarlas por nuevas verdades.

Pero la tranquilidad que nos proporciona una conciencia tranquila compensa con creces los esfuerzos que hemos tenido que realizar.

¿Acaso las viejas mentiras se convierten en verdades por la única razón de ser antiguas? ¿Acaso la verdad, aunque se hubiera descubierto hace tan sólo una hora, no lleva en sí el sello de la eternidad? ¿Acaso perdería su carácter de verdad, por acabarse de descubrir? ¿Existe acaso algún descubrimiento o alguna verdad que no haya sido nueva en un principio?

1 Desgraciadamente este dulce sueño se desvanece cuando consultamos los numerosos tratados de patología con sus denominaciones y sus variadas descripciones de las enfermedades, al comparar las ciento cincuenta definiciones conocidas de la fiebre, así como los numerosos métodos de tratamiento indicados contra ella en las terapéuticas y que pretenden ser todos ellos infalibles. ¿De entre todos estos métodos cuál tiene fundadas pretensiones? ¿No basta esto por sí solo para demostrar que siempre son apócrifas y contrarias a la naturaleza?

2 ¿Qué hombre de honor que no presente el don de la clarividencia por obra de un magnetizador, podría vanagloriarse de tener la vista lo suficientemente aguda como para penetrar a través de la carne y el hueso, hasta la esencia íntima de las cosas concebidas por el Creador, y para las que los mortales no tendrían ni idea, ni lenguaje, aunque ésta les fuera desvelada? ¿No es éste el colmo de la charlatanería y la impudicia?

3 A excepción de las enfermedades que son producto de miasmas fijos o causas siempre semejantes a sí mismas.


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